Con una escalada militar entre Irán e Israel, las miradas se concentran en los misiles, los sistemas antiaéreos y las decisiones geopolíticas. Pero en el fondo, hay un dato más silencioso y profundo: cómo viven y procesan estos conflictos las sociedades que los padecen. A diferencia de las imágenes simplificadas que proyectan gobiernos y medios, los pueblos iraní e israelí no marchan al unísono con sus líderes. Apoyan, dudan, se rebelan y, sobre todo, distinguen entre la necesidad de defensa y el oportunismo de quienes gobiernan.
Irán: defensa nacional sin adhesión al régimen
Tras el ataque israelí a su consulado en Damasco, Irán respondió con un lanzamiento masivo de misiles, justificado oficialmente como un acto de legítima defensa. La población iraní no permaneció indiferente. Según encuestas difundidas por la cadena estatal IRIB, un 84 % de los ciudadanos aprobó la represalia. Estudios independientes, menos influenciados por el aparato de propaganda, sitúan ese respaldo entre el 65 y el 70 %. En ambos casos, el dato es significativo: hay un apoyo amplio a la respuesta militar cuando se la interpreta como defensa frente a una agresión externa.
Sin embargo, ese respaldo no implica un acompañamiento al régimen. En paralelo a la operación militar, se registraron manifestaciones en Teherán con consignas explícitamente críticas: “Muerte a Jamenei”, gritaban algunos grupos mientras sonaban las alarmas antiaéreas. Otros simplemente bailaban en las plazas, como una forma irónica de rechazar la narrativa oficial. No es que el pueblo iraní esté en contra de la soberanía nacional; está en contra de ser rehén de un gobierno que instrumentaliza el conflicto para perpetuarse en el poder.
Este fenómeno revela una distinción clara en la sociedad iraní: mientras amplios sectores apoyan la defensa nacional frente a Israel, no respaldan a la estructura teocrática que gobierna el país desde 1979. La represión política, el control férreo de los medios y una desigualdad creciente hacen que ese rechazo no siempre pueda manifestarse en forma de protesta masiva, pero el malestar está ahí. El régimen ha logrado, por ahora, evitar una revuelta abierta, pero no ha conseguido lealtad social ni legitimidad política sólida.
Israel: oposición creciente a la guerra y a Netanyahu
La situación en Israel es diferente, pero igual de tensa. Lejos de consolidar un frente interno unificado, la ofensiva contra Irán ha profundizado las grietas dentro de la sociedad israelí. Encuestas realizadas en abril, antes incluso de que se concretara la operación aérea, mostraban que apenas un 45 % de los israelíes estaba de acuerdo con atacar instalaciones nucleares iraníes. Más de la mitad, por tanto, se oponía a una intervención de ese tipo, lo que indica una desconfianza generalizada hacia la estrategia de su propio gobierno.
Las expresiones públicas de rechazo no tardaron en llegar. Entre el 14 y el 19 de junio, decenas de miles de ciudadanos participaron en protestas contra la guerra. Las estimaciones más amplias hablan de hasta 100.000 manifestantes. Participaron reservistas del ejército, familias de soldados y organizaciones pacifistas. Algunos bloquearon carreteras; otros acamparon frente al cuartel general de las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF). El mensaje fue claro: no quieren que sus hijos, ni sus instituciones armadas, sean utilizados para resolver la crisis política interna de Benjamin Netanyahu.
Esa crítica también provino desde adentro del aparato militar. Pilotos, oficiales de alto rango y reservistas firmaron cartas públicas cuestionando el carácter político —y no estratégico— de la guerra. Afirmaron que no responde a una amenaza real, sino a intereses partidarios del primer ministro y su coalición. Esta disidencia interna fue en parte silenciada por medios estatales o afines al gobierno, y algunos manifestantes fueron detenidos, pero el impacto de las protestas trascendió los límites impuestos por la censura.
En Israel, a diferencia de Irán, la población puede manifestarse con mayor libertad. Y lo ha hecho de manera contundente, marcando una diferencia clave: el rechazo no es sólo a la guerra, sino también a su conducción política. El gobierno enfrenta así una crisis de legitimidad en el frente externo e interno al mismo tiempo.
Nacionalismo, militarismo y manipulación.
En ambos países, la línea entre el Estado y la sociedad no es difusa: es cada vez más nítida. En Irán, la ciudadanía muestra una adhesión coyuntural a la acción militar como defensa de la soberanía, pero no convalida al régimen teocrático. La identidad nacional no se traduce en fidelidad al poder religioso. En Israel, la crítica va directamente dirigida al gobierno: amplios sectores de la sociedad cuestionan la deriva autoritaria y militarista de Netanyahu, que ha intentado usar el conflicto para afianzarse políticamente.
En ambos casos, los medios juegan un rol importante. En Irán, la información está completamente bajo control estatal, y sólo algunas expresiones disidentes logran filtrarse a través de redes sociales o medios en el exilio. En Israel, pese a existir mayor pluralismo, los sectores críticos también denuncian intentos de silenciar o criminalizar las protestas. Los manifestantes israelíes saben que su libertad de expresión tiene límites cuando toca intereses estratégicos del gobierno.
A diferencia de lo que muchos discursos externos suponen, ni el pueblo iraní apoya ciegamente a su régimen, ni la sociedad israelí acompaña en masa a su gobierno. Ambos pueblos saben distinguir entre defender su país y legitimar a quienes lo gobiernan. Esa distinción, en tiempos de guerra, es más que un matiz: es una señal de lucidez social.
Reflexiones.
La narrativa simplista que divide al mundo entre aliados y enemigos, entre buenos y malos, entre democracias y dictaduras, oculta lo esencial: que los pueblos pueden respaldar su derecho a existir sin aprobar a quienes los gobiernan. Que pueden rechazar una guerra y, al mismo tiempo, defender su nación. Que pueden distinguir entre una agresión externa y una manipulación interna.
Irán muestra una identidad nacional herida pero viva, que se une ante el enemigo externo sin olvidar al opresor interno. Israel evidencia una fractura profunda que va más allá del conflicto: una sociedad que desconfía de su gobierno y que busca evitar que el ejército se convierta en instrumento de poder político.
En ambos casos, es clave escuchar a las voces que no hacen ruido con armas, pero que dicen mucho más sobre el futuro que lo que gritan los misiles. Porque las guerras pueden ser decididas por gobiernos, pero su legitimidad siempre la discuten los pueblos.