A pocas horas de concretarse la recuperación de Malvinas el 2 de abril de 1982, el entonces
Teniente de Navío Jorge Dardo Rosas pisó suelo malvinense para salvar la vida de los primeros
heridos en combate.
“La noche anterior al desembarco, nadie durmió. No se trataba de un ensayo, era una situación
real de guerra”, recordó Jorge Rosas, quien estaba embarcado en el destructor ARA “Hércules”
como Jefe de Sanidad.
El buque navegaba a poca distancia de la costa integrando la Fuerza de Tareas 40 que apoyó el
desembarco anfibio, y desde su puesto de combate en popa, escuchó las primeras explosiones y
disparos de fusil.
Cerca de las 8 de la mañana, lo solicitaron en el Puente de Comando para desembarcar con
urgencia: “El Comandante me dice ‘Doc, prepare su gente y equipo que necesitan un cirujano en
tierra’; no hubo mayores precisiones”.
Rápidamente abordaron el helicóptero Sea Lynx con que contaba el buque el Teniente bioquímico
Roque Cvitanovich; el Suboficial Enfermero Alberto Moyano, él y un voluminoso equipo sanitario
alistado con elementos de primeros auxilios, material para el tratamiento de quemados, sueros,
equipos de perfusión intravenosa, medicamentos, cajas con instrumental quirúrgico y banco de
sangre. En pocos minutos sobrevolaron Malvinas y aterrizaron en una cancha de fútbol, cerca al
Hospital de Puerto Argentino.
Las tropas argentinas le adelantaron que había tres bajas; una en la morgue, el Capitán de Fragata
(PM) comando anfibio Pedro Edgardo Giachino; y dos gravemente heridos, el Teniente buzo
táctico Diego García Quiroga, y el Cabo Segundo enfermero, Ernesto Urbina.
Fuera y dentro del hospital, el escenario era complejo mientras buscaban a los heridos. Recordó
los gritos de dolor del Teniente García Quiroga, que tenía heridas de proyectil perforantes en el
abdomen, a la altura del hígado, y había perdido mucha sangre.
“Inmediatamente con Cvitanovich le suministramos morfina, clasificamos su grupo sanguíneo, y
repusimos el volumen de sangre en transfusión. Usamos la sangre que llevábamos; ese fue el
primer y gran paso que le salvó la vida”, reflexionó.
Seguidamente se encontró con Arturo Gatica, marino y cirujano como él, que formaba parte de la
Fuerza de Desembarco y lo puso en situación de las heridas de Urbina que tenía el abdomen
abierto con los intestinos afuera: “Estaba estable pero no había tiempo que perder. Decidimos
operarlo en el hospital”.
Evaluaron dos cuestiones: el traslado inmediato de García Quiroga hacia el buque hospital
rompehielos ARA “Almirante Irízar”, acompañado por Cvitanovich; y pedir el quirófano con
urgencia para Urbina.

“No fue sencillo convencer con mi poco inglés, al director y único médico del hospital, de que
éramos doctores y necesitábamos operar. Recuerdo muy bien su aspecto físico, alto, delgado,
calvo; y su mirada desconfiada”, detalló el Capitán de Navío Retirado.
“Lo convencí y para nuestra sorpresa, él mismo colaboró en los preparativos del quirófano e
instrumentó la operación; nos pasaba las compresas húmedas con suero tibio para limpiar las
heridas de Urbina. El suboficial Moyano estaba a la cabecera de la mesa de cirugía,
proporcionándonos la anestesia general, ayudado por una enfermera inglesa”, contó enfatizando
el profesionalismo médico y la humanidad, más allá de las banderas.
Antes de ingresar al quirófano, pasó por la morgue y observó el cuerpo del Capitán Giachino, que
aún conservaba en su rostro restos de la pintura de enmarascamiento. “Su herida en la región
inguinal fue mortal. El proyectil había atravesado la arteria femoral y sus minutos de vida eran oro.
Lo despedimos elevando una plegaria por su arrojo y valentía, y continuamos con nuestro
trabajo”, relató haciendo una mueca de impotencia.
La intervención quirúrgica de Urbina finalizó con éxito y decidieron trasladarlo en un avión hacia
territorio continental: “Decidimos las evacuaciones médicas con la premisa de que toda herida de
guerra es una herida contaminada”, explicó.
Para ese entonces, las condiciones en el lugar habían cambiado notoriamente. “Había más calma
general; no obstante, se notaba una incomodidad entre nosotros y el personal de enfermería
inglés”, aseguró.
Cayendo la tarde del 2 de abril abordaron el helicóptero de regreso al destructor: “En el vuelo nos
mirábamos entre nosotros sin cruzar palabras; percibíamos nuestros sentimientos por aquellas
horas vividas en suelo malvinense […] dejamos atrás una etapa muy nuestra, donde tuvimos la
oportunidad de entrar en acción y hacerlo bien. A mi entender, ese día no iban a haber bajas, pero
desgraciadamente fueron las nuestras”, inspiró con profundidad.
En Malvinas capitalizó una gran enseñanza: “El médico de sanidad militar debe estar preparado
profesionalmente y adiestrarse; no debe haber improvisación porque eso acarrea errores y los
errores, malos resultados”.
“Participar de la guerra como médico fue una condición muy particular, estresante e inesperada;
te prueba como médico, hombre y marino. Viví ese momento con mucha ansiedad de saber qué
iba a pasar y con qué me iba a encontrar; y a la vez, con la certeza de que hay vidas que dependen
de uno. Yo confié mucho en la actitud y el profesionalismo de mi equipo de trabajo”, destacó.
Jorge Rosas continuó embarcado en el “Hércules” los 74 días que duró el conflicto, con la
satisfacción de haber dado batalla a su propia guerra, la de los médicos contra la muerte. Logró
salvar las vidas de García Quiroga y Urbina, y eso aún hoy, a sus 80 años, está sellado a fuego en su
memoria.
No hay sutura ni apósito que contenga a una Malvinas que sigue herida. Sólo las voces de los
combatientes la mantienen consciente. En el relato de los Veteranos reverbera el eco de quienes
quedaron en guardia eterna para que Malvinas siga viva.