El expresidente uruguayo falleció a los 89 años, dejando un legado de lucha, dignidad y sabiduría popular. Su vida cruzó los senderos de la lucha armada, el encierro inhumano, la esperanza política y la poesía de lo simple.
Por redacción.
José “Pepe” Mujica, el exguerrillero tupamaro, expresidente uruguayo y uno de los últimos grandes referentes de la izquierda latinoamericana y austera, falleció este martes a los 89 años. “El guerrero tiene derecho a su descanso”, había dicho en enero de 2025, cuando se despidió de la vida pública. Y así fue: murió en su chacra, entre flores, libros y silencios. Como había vivido.
Pepe no fue solo un dirigente. Fue un símbolo, una voz de los olvidados, un testigo de la historia latinoamericana tallada a golpes y esperanza. Fue el loco hermoso que hablaba con hormigas en las celdas húmedas de la dictadura, el hombre que donó casi todo su sueldo presidencial y que repetía: “El poder no cambia a las personas, solo revela lo que verdaderamente son”.
Mujica presidente
Mujica nació el 30 de mayo de 1935 en Paso de la Arena, al oeste de Montevideo, donde cultivaba flores junto a su madre Lucy. Desde joven se vinculó con la militancia de izquierda y más tarde se integró al Movimiento de Liberación Nacional-Tupamaros, la guerrilla urbana inspirada en la Revolución Cubana. Fue baleado, encarcelado, torturado y convertido en rehén de la dictadura militar durante más de una década, rotando entre cuarteles y sobreviviendo al encierro con lucidez, ironía y obstinación.
Recuperó la libertad en 1985, y con el retorno democrático, su trayectoria tomó una nueva forma: fue diputado, senador, ministro y finalmente presidente. El 1 de marzo de 2010 asumió la presidencia del Uruguay por el Frente Amplio, cerrando el círculo que había empezado con fusiles y abierto con palabras.
Su estilo fue inconfundible: austero, campechano, directo. Se resistió al boato del poder. Siguió viviendo en su modesta chacra de Rincón del Cerro, acompañado de su compañera de vida, Lucía Topolansky. Viajaba en un viejo Fusca y hablaba con la sabiduría de un filósofo de campo.
Filoso con la palabra
En un continente muchas veces habitado por caudillos altisonantes, Mujica encarnó otra forma de liderazgo. Hablaba despacio, con palabras cargadas de tiempo y reflexión. Se refería a Uruguay como “mi paisito”, pero tenía sueños continentales. Fue uno de los impulsores de la integración regional en el ciclo progresista latinoamericano junto a Lula, Chávez, Cristina Fernández, Evo Morales y Rafael Correa.
Durante su mandato se aprobaron leyes pioneras: el matrimonio igualitario, la legalización del aborto y la regulación del cannabis. También pidió disculpas públicas por crímenes cometidos durante la dictadura, como la desaparición de María Claudia Iruretagoyena, nuera del poeta Juan Gelman, cumpliendo con un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. Lo hizo no como un gesto burocrático, sino como quien pone palabras donde antes hubo silencio.
Una vida de película
La vida de Mujica parece sacada de una novela o de una cinta del realismo mágico. Participó de asaltos, cayó herido por balas en la calle, escapó de la cárcel por un túnel con otros 110 presos políticos, y pasó más de once años de encierro en condiciones infrahumanas. En los calabozos, perdió parte de la razón y la recuperó leyendo ciencia.
“El ejercicio de escribir disciplinó mi cerebro”, contaría después. Sobrevivió sin odio. Cuando salió, lo esperaban las flores que había plantado su madre. Y también el porvenir.
Su historia fue retratada por el cineasta Emir Kusturica en el documental El Pepe, una vida suprema, donde se lo ve con la ternura de quien se sabe fugaz y con la firmeza de quien no negocia sus principios.
El adiós de Pepe
En sus últimos meses, debilitado por un cáncer de esófago, Mujica se retiró del ruido público. «Ya terminó mi ciclo», dijo. Pero nunca se fue del todo. En agosto de 2024, en silla de ruedas y contra la voluntad de su cuerpo, asistió a un acto del Frente Amplio. “Tenía que estar”, explicó. Fue su forma de decir presente.
En su última entrevista con The New York Times, se despidió con una frase tan suya como el perfume de sus gladiolos: “La vida es hermosa. Con todas sus peripecias, amo la vida. Y la estoy perdiendo porque estoy en el tiempo de irme”. Y cuando le preguntaron cómo quería ser recordado, respondió sin vueltas: “Como lo que soy: un viejo loco que tiene la magia de la palabra”.
Un legado sembrado
Mujica no deja solo una biografía, sino una forma de estar en el mundo. Representó la posibilidad de una izquierda ética, simple, humana. Su muerte cierra una época, pero también abre interrogantes: ¿quién recogerá ahora esa bandera que no fue partidaria, sino espiritual?
El Quijote del sur, el presidente filósofo, el guerrillero que aprendió a hablar con hormigas y terminó hablándole al mundo, descansará en la tierra que tanto amó. Y como prometió ante su pueblo aquel 28 de febrero de 2015: “Me iré con el último aliento y donde esté estaré por ti, contigo, porque es la forma superior de estar con la vida”.